En la infancia uno se emociona ante muchas cosas: hacer rebotar una piedra, por primera vez, en la orilla de la playa es comparable a la sensación que tuvo el descubridor del fuego. El sabor de las cosas. Nos encanta sentirnos cobijados por nuestros padres.
Cuando somos niños adoramos las mil aventuras en las que nos embarcamos con nuestros primos; tenemos el super poder de hacer que los abuelos hagan cosas que ni ellos mismos hubieran imaginado hacer con sus hijos (nuestros padres). Ya no queremos probar nada más y los sabores que conocemos son suficientes.
Cuando uno entra en la adolescencia todo es catastrófico. Si no nos llama nuestro mejor amigo a las cinco y cuarto (te acabas de despedir de él, en la puerta del colegio, hace diez minutos) puede ser la mayor tragedia jamás escrita por el mejor novelista. Nos avergüenza multitud de cosas: que nos vean dando un beso a nuestros padres, ver a nuestros padres bailar en público, bailar nosotros en público y más cosillas. Todo te parece antiguo y ridículo. No te gusta nada la ropa que elige tu madre porque parece la misma que ella hubiera llevado en su época, hace mil millones de años. Cuando intentan enseñarte algo, TU ya lo sabes, de hecho lo sabes TODO, no es que no te sorprenda nada, sino que no le das la más mínima importancia a nada, porque realmente lo que más importa eres TU y tu ego. La comida deja de gustarte. Ya no te encanta ese plato especial que hacía tu madre y le pedías siempre.
Cuando somos jóvenes vivimos la vida loca, nos dejamos llevar por la marea y si tienes dos dedos de frente y recuerdas las enseñanzas de tus padres, abuelos, etc, puedes llegar a ser una buena persona y que te vaya bien en la vida. Siempre vas a la última. Llevas lo último en tecnología, las marcas más molonas, te compras el coche que lleva más "extras" que ningún otro del mercado, hasta ziritione (si pillas esto, eres de mi generación). Aquí no comes, directamente, por no engordar. Puedes dar más vueltas que un derviche y al final encontrar tu centro de gravedad permanente y así llegas a la madurez...ah.
Aquí es realmente cuando empieza la gran aventura de la vida. Todo lo anterior ha sido el prólogo. Descubres que la etapa de aprendizaje de la vida no acabó en la adolescencia ( como pensaba aquel ególatra), sino que durante toda nuestra vida aprendemos. Redescubres ese placer de hacer rebotar una piedra en la orilla de la playa (y experimentas la misma sensación de esa primera vez), esa llamada que esperabas ansioso a la salida del colegio, ahora parece imposible de hacer porque nunca tienes tiempo, y lo echas de menos. Miras atrás con nostalgia y haces balance de lo bueno y malo, de lo que has vivido y lo que te has perdido y entonces, solo entonces, es cuando quieres recuperar "eso" que no hiciste: bailar en público con tus padres.
Cuando eres joven (no quiero decir que haya dejado de serlo) normalmente no aprecias muchas cosas de tus padres y abuelos porque te parecen que son de otra época y no van contigo, con tu generación. Realmente eres consciente de tu madurez cuando quitas las barreras. Esas barreras que tu mismo has puesto sin ayuda de nadie, y que estaban ahí porque pensabas que te hacían más especial y solo han servido para descubrirte a ti mismo. Los muros que construimos para diferenciarnos de nuestros padres, las rompemos a martillazos cuando nos damos cuenta que queremos ser como ellos ( en lo esencial, en lo importante) y dejamos de ver esa linea imaginaria que separa las generaciones y empezamos a apreciar eso que trasciende el paso del tiempo, ya que somos nosotros mismos ese hilo conductor.
La madurez llega cuando abres el armario de tu madre y todo lo que antes te horrorizaba, ahora lo ves tan bien...incluso te lo podrías poner ahora sin problema; cuando coges un ganchillo y quieres aprender, cuando pruebas una cucharada de esa "olleta" que primero te encantaba, luego la odiabas, luego ni la probabas y ahora la quieres aprender a hacer; cuando ves en un mismo escaparate una delicada esferificación de soufflé de tres texturas de chocolate sobre un coulís de frutos silvestres y tocado por caviar de gelé de lavanda y láminas de pan de oro y al lado una simple almojábena y ni lo piensas: escoges la almojábena.
Hay una línea imaginaria entre el futuro (nuevas técnicas, nueva mezcla de sabores, nuevas elaboraciones) y el pasado (lo tradicional, sabores limpios, ingredientes básicos) y yo no seré quien la rompa. Me encanta hacer cosas nuevas y compartirlas con los míos, pero con lo que realmente disfruto y aprecio más que nada, es recuperar eso que en muchas casas se está perdiendo y es el gusto por lo tradicional.
No dejemos que se rompa esa línea y para ello os traigo estas ricas y sencillas almojábenas o almojábanas.
ALMOJÁBENAS DE LA VEGA BAJA DEL SEGURA
(para 12 unidades)
Ingredientes:
- 475 ml de agua
- 125 ml de aceite de oliva suave
- 300 gr de harina
- 6 huevos L
- 1 cta de sal
- 300 gr de miel
- dos cdas de agua
Elaboración:
Ponemos una cazuela al fuego con el agua y el aceite hasta que rompa a hervir.
Añadimos de golpe la harina y la sal y removemos bien hasta integrarla, con mucho cuidado que no se pegue.
Retiramos del fuego y dejamos enfriar.
Precalentamos el horno a 200ºC.
Añadimos los huevos de uno en uno, añadiendo el siguiente cuando el anterior esté bien integrado.
Ponemos un papel de hornear sobre la bandeja de horno y disponemos nuestras almojábenas sobre ella.
Hay varias técnicas de formado: se puede usar una manga pastelera con una boquilla rizada y hacer un círculo de unos 8 cm de diámetro (me gustan pequeñitas), o lo puedes hacer a mano. Para ello es recomendable prepararse un cuenco con agua. Te humedeces un poco las manos, coges una porción de masa del tamaño de una pelota de golf y la depositas sobre la bandeja. Con los dedos humedecidos haces el orificio central.
Así las vamos formando todas, dejando una separación entre ellas para que cuando crezcan durante en el horneado no se peguen.
Las horneamos durante 30 minutos, pero depende de vuestro horno. No deben pasarse mucho, si no se endurecen demasiado y deben quedar esponjosas. Hice dos bandejas: unas pequeñas y otras grandes y quedaron mejor las grandes.
Mientras se hornean preparamos el almíbar. Para ello ponemos la miel y el agua en un cazo, al mínimo, hasta que se diluya.
Una vez cocidas las dejamos enfriar sobre una rejilla.
Ya frías o templadas, las sumergimos en el almíbar tibio. Si sois tan golosos como yo, que sea un buen chapuzón en almíbar para que se impregnen bien y queden jugositas, si no, pues las podéis pincelar un poquito por encima. Es al gusto.
Y ya está.
Están muy ricas y son bastante ligeras, bueno, dependiendo de los litros de almíbar que les hayáis puesto.
Son ideales después de haber disfrutado de una rica comida o cena con los tuyos. Con tu gente, todo está mucho mejor.
Hasta el próximo dulce y...
Bon profit!
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